
En una pequeña escuela rural, una maestra joven entró al despacho del director un lunes por la mañana con gesto de preocupación.
—Director —dijo—, necesitamos más materiales didácticos. Con lo poco que tenemos, es imposible hacer clases creativas.
El director, un hombre sereno y de mirada curiosa, tomó un pequeño corcho de su escritorio y lo levantó.
—¿Dice que sin recursos no se puede enseñar?
—Así es —respondió ella.
—Bien —contestó él sonriendo—. Mañana pasaré a su aula para impartir una clase con solo esto.
Al día siguiente, el director apareció frente a los alumnos con el corcho en la mano.
—Hoy aprenderemos con este objeto—dijo.
Pidió a los niños que lo observaran y les preguntó qué sabían sobre él. Unos mencionaron su textura, otros su color, y otros hablaron de las botellas. Entonces, el director los guio hacia una lección de ciencia explicando de dónde viene el corcho, qué árboles lo producen y cómo se procesa.
Luego pasó a matemáticas, pidiéndoles medir su diámetro y calcular su volumen. Más tarde, lo usó para una redacción descriptiva en lengua, e incluso cerró con una actividad artística: cada niño hizo un dibujo del corcho en diferentes estilos.
La maestra, sorprendida, observó cómo aquel trocito de material insignificante se convertía en el centro de una clase completa.
Al terminar, el director le entregó el corcho.
—El problema no está en los recursos —le dijo—, sino en la mirada con que los usamos.
Desde ese día, la maestra transformó su manera de enseñar. Cada objeto en el aula podía ser una oportunidad para aprender.
Moraleja: Quien enseña con ingenio convierte lo ordinario en extraordinario.
